JUNIO 1

Esa mañana me senté a esperar que saliera el sol, con mi falda de vainilla, noche y vino tinto, con el pelo mojado y los ojos a punto de estallar. Esa mañana me fui para su casa, silenciosa como un gato, intentando que las campanitas de la puerta no sonaran –como las odio-, que la llave entrara sin pelear, me quité los zapatos y me metí entre las cobijas a su lado, para verlo, para ver sus ojos rasgados mientras duerme, tocar esa piel aceituna que me hace delirar, me escurrí junto a su espalda para sentir si era la última vez que lo iba a tocar, para entender porque vale la pena tanta lágrima, para entenderle las razones, esperar casi un milagro de ósmosis en el que se me pegaran sus motivos. Pero nada, me fui quedando dormida a su lado, tibia, consentida y al despertar, lo único que seguía teniendo pegado era la tristeza , la incertidumbre, la melancolía. Me desperté y vi sus ojos abrirse, vi el espejo negro en el que me gusta mirarme, me desperté y nada, ni una sola respuesta, ni un solo motivo. Cuando ya lo que uno pueda decir no importa y no queda más que esperar, esperar, esperar, apelar a la paciencia inexistente, esperar si se le pasa, si cambia, si cambio, si me manda para la mierda, si apenas me aguanta, si me sigue queriendo, esperar como Penélope a ver si regresa de alguna idea en la que se quedó perdido. Esperar, esperar, esperaresperaresperaresperar y mientras tanto esta incertidumbre que me quita hasta el hambre, que me va a hacer desaparecer.

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