Sintió las primeras gotas chocando contra el vidrio y sacó la cabeza de su agujero, como las lombrices de tierra caliente cuando llueve. Comprobó que el mundo no se había detenido aún. Recordaba que había llovido todos los domingos sin interrupción, desde el 27 de abril de 1738. Un domingo cualquiera en el que no pasó nada especial, excepto la extraña aparición de tres cuervos muertos junto a la puerta del 325 de la Rue d'Assas, a 8617 km de casa. Agradecida maldijo la lluvia. Habría sido demasiado tener que soportar una tarde soleada.

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