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No sé si vos te acordás de él pero yo si. A mi me parecía un brutazo, pero una vez me sacó a bailar y en ese tiempo, en que todos eran flacos rodillones o bebés rollizos y sobredimensionados, alcancé a sentir los músculos de los brazos hechos a punta de boliar machete y los muslos templados de montar a pelo. Luego no supe mucho más porque finalmente se fue, a buscar el último refugio de los hombres libres, o algo así dijo, pero lo cierto es que la ciudad lo  jodía. Se fue a vivir con sus caballos y sus perros y en los ratos libres se inventaba tareas inútiles para mantenerse ocupado. Una vez empezó a llevar piedras desde el río, una a una, hasta que se hizo un muro de 4x2 en la parte de atrás de la casa. La tarde que lo acabó se sentó a mirarlo por horas y al día siguiente lo cogió a patadas, y así todos los días pacientemente hasta que lo tumbó. Devolvió cada piedra a su sitio y luego no quedó nada, ni arena, ni mancha, ni siquiera un pedazo de pasto aplastado. Esa noche no durmió y
Y si nos vemos o si nos vamos. Y corremos o escapamos. O tal vez nos quedamos y encallamos, olvidamos y desaparecemos.
Sintió las primeras gotas chocando contra el vidrio y sacó la cabeza de su agujero, como las lombrices de tierra caliente cuando llueve. Comprobó que el mundo no se había detenido aún. Recordaba que había llovido todos los domingos sin interrupción, desde el 27 de abril de 1738. Un domingo cualquiera en el que no pasó nada especial, excepto la extraña aparición de tres cuervos muertos junto a la puerta del 325 de la Rue d'Assas, a 8617 km de casa. Agradecida maldijo la lluvia. Habría sido demasiado tener que soportar una tarde soleada.
El funcionamiento de su cabeza se parecía al compu de la abuela, que una vez apretó el botón equivocado y le salieron 387 ventanas con páginas porno. Iba a escribir un correo, gente en pelota. Abría Word, una vieja gritaba. Quería ver un video de gatos, invitación a un chat privado. Acababa de entenderlo todo, lo suyo no era amor, era un virus.
Pensó que a pesar de todas las cosas que había en su cabeza, cosas útiles, cosas inútiles, cosas que solo ocupaban espacio, cosas inconfesables, cosas comunes; nunca supo qué forma tienen las cosas cuando naufragan.
Pensó en saltar desde el precipicio de sus letras, pero le tenía miedo al mar. Se quedó esperando sentado sobre unos puntos suspendidos.
La vi por primera vez en el comedor del hotel, un metro ochenta y cinco de altura y un poco más en la circunferencia de sus caderas. El pelo negro en una moña templadísima y un vestido ajustado con rayas anaranjadas. Era imposible no verla. Había encallado esa mañana en la isla, se llamaba Elena, era rumana y me sonrió con susojosmuyazules. A partir de ese día, yo caminé junto a sus sombra. Grenard, que tenía el muy obvio apodo de Baba, de lejos parecía un bebé enorme; con su piel negra y dientes blanquísimos en una perpetua sonrisa, se bajó de la lancha y de un solo movimiento, sin el más mínimo esfuerzo, ni darme tiempo a echarle algún putazo, me sacó cargada y me dejó en la arena. Con una palmada en la espalda, que casi me regresa de jeta al mar dijo “te falta mucha carne en los huesos mama” y soltó una de sus carcajadas. En ese instante la vio por primera vez. Ella, de un blanco salamandra ya estaba insolada a parches, con el pelo desordenado y las tetas saliéndose a medias
En ese parasiempre que duraba tan solo un segundo, capaz de contener la experiencia entera y el espacio infinito, todos los momentos desde su primera inhalación hasta su último suspiro que en el espacio de una respiración significaban la vida y la muerte y todas las posibilidades intentadas o no. En esa eternidad lo supo, llevaba tanto tiempo imaginándolo que probablemente quedaba muy poco de él mismo en lo que ella estaba viendo.  No le importó.
Ella, cuyo nombre de superhéroe era Colapso, estaba sentada calculando cuál sería su muerte probable para ese día. Ya había tachado en la lista las obvias enfermedades incurables, las perfectas y fatales casualidades, los intentos heroicos, las venganzas kármicas, los asteroides y las invasiones bárbaras. Pero era domingo y por cómo andaban las cosas últimamente, seguramente moriría de aburrimiento.
Que dios te bendiga, le dijo. Ella, que es del tipo porno para amas de casa, más del estilo cenicienta que de las historias que incluyen personal de servicios varios y técnicos en reparación. Ella, que escogía sus tendencias espirituales entre las cosas que empezaban por P: había sido panteísta, politeísta, pastafari y ahora estaba con el paganismo. Por estos días le iba a Frejya, y no porque había engendrado una prole de hombretones de esos de rubia melena trenzada y pecho enorme y peludo, capaces de preñar una mujer con saludarla desde lejos, sino porque la mona andaba en un carruaje tirado por gatos. Hay que ser muy jodidamente poderoso para lograr que una manada de gatos hagan eso, o que hagan algo, cualquier cosa.  Ella, no supo qué responderle, pero dijo gracias. Tal vez Frejya le escuchara, así fuera martes.
Cerró la puerta y tuvo que recostar la espalda en ella, ya no había aire suficiente, las piernas temblaron y las rodilla no funcionaron más. Se dejó caer, o más bien se fue escurriendo porque ya dudaba de que estuviera hecha de alguna materia medianamente sólida. Supo exactamente cuánto pesaba un corazón roto: doscientos cincuenta gramos y no tenía fuerza para sostenerlos. Probablemente tampoco estaba interesada en recoger los pedazos. Respiró. Esto también pasará.
Lo descubrió sentado en un rincón arrancándose con los dientes los cueros de los dedos. Intentaba meter suspiernastanenormementelargas por entre las patas de una mesa y le valía madres lo que fuera que estuvieran discutiendo en la sala. Él era oficialmente la cosa más bonita que había visto en esta reencarnación. Imaginó lo rápido que podría correr con semejante tamaño, en caso de que un día tuvieran que huír. Le intrigaba porque ella no tenía más opción que esconderse como un ratón, su estrategia nunca había sido la velocidad sino más bien el arte de desaparecer. Se acercó a preguntarle cuál era su función en ese circo, él solo respondió “me alquilo para escuchar”. Ya estaba, no era posible que tanta poesía cupiera en 195 cm de estatura. Decidió llevarle todos los días chocolates y galletas y dulces en paquetes de colores, para que no tuviera que morderse las uñas hasta sangrar. Nunca se aprendió su nombre, no le pagaban para recordar.
Ese sentimiento que comenzaba en las tripas y subía hasta la boca del estómago para luego resolverse en náuseas. No estaba segura de si era el presagio del fin del mundo o al menos de su propia muerte, o más bien estaba necesitando un Peptobismol. Tanto tiempo con lo mismo que había perdido la capacidad de decidir entre sus manías mentales y una gastroenteritis. Al final daba lo mismo. Pensó en correr, pero era domingo y estaba lloviendo. La gente no debería desaparecer los domingos porque los volvía demasiado redundantes. Decidió hacerse un ovillo en la cama, tal vez así lograra convertirse en un zorro invisible.
Y entonces ella corrió.
Se le había olvidado que lo quería, por la pura falta de uso de ese amor viejo que habitaba como fantasma descalzo entre los corredores de su historia.
Prometieron encontrarse en otra vida pero iba a estar medio jodido, él se sentía condenado al infierno y ella planeaba reencarnar en gato.

Catálogo de ideas

Apenas le abrió la puerta, se la soltó así, sin dudarlo, porque llevaba tantos días perdidos dándole vueltas a la idea, que había ido y venido por entre todos los escenarios posibles, las historias imaginadas, las vidas soñadas, y ya no le quedaba nada más que inventarse, solo la verdad limpia y afeitada. —De todas las putas malas ideas que he tenido, y han sido muchas, vos sos la peor.

Bosque de Pinos

Como un niño con juguete nuevo, con esa expresión de júbilo que siempre parecía fuera de lugar en su cara, le mostró la cama nueva. Un artilugio extraño que por acción de una palanca ubicada junto a la cabecera, levanta el colchón y deja al descubierto una especie de cajón enorme. Ella lo conoce bien, han sido amantes por quince años. Sabe que en ese cajón guardará sus cadáveres. "Las mujeres son extrañas" le dijo una vez, "complican las cosas y yo soy un tipo simple". Básicamente no le gustan los compromisos pero es incapaz de articular una despedida. Prefiere matarlas. Ella lo conoce bien, lo ha amado por quince años y no le importa. Está tranquila, no es una de esas viejas raras  y su relación nunca ha sido complicada, siempre supo cuál era su lugar en las historia, además, a quién sino a ella podría contarle todos sus secretos, la necesita. Lo sabe bien. Se sientan en el sofá y la charla va sobre la forma de los libros y el extraño día en que el mar casi e