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Mostrando entradas de junio, 2018
Pensó que a pesar de todas las cosas que había en su cabeza, cosas útiles, cosas inútiles, cosas que solo ocupaban espacio, cosas inconfesables, cosas comunes; nunca supo qué forma tienen las cosas cuando naufragan.
Pensó en saltar desde el precipicio de sus letras, pero le tenía miedo al mar. Se quedó esperando sentado sobre unos puntos suspendidos.
La vi por primera vez en el comedor del hotel, un metro ochenta y cinco de altura y un poco más en la circunferencia de sus caderas. El pelo negro en una moña templadísima y un vestido ajustado con rayas anaranjadas. Era imposible no verla. Había encallado esa mañana en la isla, se llamaba Elena, era rumana y me sonrió con susojosmuyazules. A partir de ese día, yo caminé junto a sus sombra. Grenard, que tenía el muy obvio apodo de Baba, de lejos parecía un bebé enorme; con su piel negra y dientes blanquísimos en una perpetua sonrisa, se bajó de la lancha y de un solo movimiento, sin el más mínimo esfuerzo, ni darme tiempo a echarle algún putazo, me sacó cargada y me dejó en la arena. Con una palmada en la espalda, que casi me regresa de jeta al mar dijo “te falta mucha carne en los huesos mama” y soltó una de sus carcajadas. En ese instante la vio por primera vez. Ella, de un blanco salamandra ya estaba insolada a parches, con el pelo desordenado y las tetas saliéndose a medias
En ese parasiempre que duraba tan solo un segundo, capaz de contener la experiencia entera y el espacio infinito, todos los momentos desde su primera inhalación hasta su último suspiro que en el espacio de una respiración significaban la vida y la muerte y todas las posibilidades intentadas o no. En esa eternidad lo supo, llevaba tanto tiempo imaginándolo que probablemente quedaba muy poco de él mismo en lo que ella estaba viendo.  No le importó.
Ella, cuyo nombre de superhéroe era Colapso, estaba sentada calculando cuál sería su muerte probable para ese día. Ya había tachado en la lista las obvias enfermedades incurables, las perfectas y fatales casualidades, los intentos heroicos, las venganzas kármicas, los asteroides y las invasiones bárbaras. Pero era domingo y por cómo andaban las cosas últimamente, seguramente moriría de aburrimiento.
Que dios te bendiga, le dijo. Ella, que es del tipo porno para amas de casa, más del estilo cenicienta que de las historias que incluyen personal de servicios varios y técnicos en reparación. Ella, que escogía sus tendencias espirituales entre las cosas que empezaban por P: había sido panteísta, politeísta, pastafari y ahora estaba con el paganismo. Por estos días le iba a Frejya, y no porque había engendrado una prole de hombretones de esos de rubia melena trenzada y pecho enorme y peludo, capaces de preñar una mujer con saludarla desde lejos, sino porque la mona andaba en un carruaje tirado por gatos. Hay que ser muy jodidamente poderoso para lograr que una manada de gatos hagan eso, o que hagan algo, cualquier cosa.  Ella, no supo qué responderle, pero dijo gracias. Tal vez Frejya le escuchara, así fuera martes.
Cerró la puerta y tuvo que recostar la espalda en ella, ya no había aire suficiente, las piernas temblaron y las rodilla no funcionaron más. Se dejó caer, o más bien se fue escurriendo porque ya dudaba de que estuviera hecha de alguna materia medianamente sólida. Supo exactamente cuánto pesaba un corazón roto: doscientos cincuenta gramos y no tenía fuerza para sostenerlos. Probablemente tampoco estaba interesada en recoger los pedazos. Respiró. Esto también pasará.