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Mostrando entradas de 2019
Pegado a un árbol hay un letrero que se cae a pedazos, dice algo sobre la iluminación del Buda y sus 6 poderes milagrosos.   No nos gustan las flores que se pudren en el piso, el moho en los rincones, las hormigas encontrando el camino a casa entre las hojas secas y los empaques vacíos y la basura mientras cargan bichos muertos sobre la espalda, los gritos agudos de las salamandras pálidas o el árbol que tercamente decide echar raíces sobre una mole de granito hasta romperla. No, nos gustan las cosas imposibles, la magia sobrenatural, la esperanza de poner orden sobre el caos, en esta vida o en la otra.  El pequeño templo de la montaña está oculto entre las rocas y los árboles y las hojas enormes del bambú. Alguien ha escondido un parlante y suena pacito la letanía de los monjes. Si miras con atención, alcanzas a ver las marcas de la artillería pesada, agujeros redondos grabados en el granito rosado. Hay que esforzarse para ver las cicatrices de la guerra, pero ...
Fue el Gato, el primer gato, quien me dijo que no marcaba los libros porque no eran suyos sino de quien los necesitara, que sus libros eran libres y si los prestaba asumía el riesgo de que nunca regresaran. Ese día no entendí su idea del amor, pero me gustaban sus ojos amarillos. El otro Gato, el segundo, nunca supe si leía pero escribía cartas de amor y tenía talento para aparecer por casualidad en lugares insospechados. Lo conocí una noche, cuánd o lo pillé mirándome agazapado detrás de las escaleras del restaurante. Una vez me lo encontré en la puerta del museo y luego no supe más de sus ojos verdes. Fue después de eso que Sur y yo comenzamos a traficar libros. Los pedíamos prestados y los escondíamos entre los rincones mugrosos de Chapinero, nos dejábamos pistas con las palomas de Lourdes. Nunca los devolvíamos. Nunca los marcamos.
El domingo llegó arrastrándose hasta el lunes en la noche, con un silencio tan doloroso que casi le servía de antídoto a la muerte. Según los últimos acontecimientos, probablemente encontraría la manera de perpetuarse agonizante hasta el martes.  Los miércoles siempre han sido mejores, un poco menos pretenciosos. Habría que esperar entonces hasta el miércoles, que parece ser menos propenso a desplomarse.
Ahí estábamos los dos con nuestros disfraces, sentados en una banca en el pasillo del hospital, sin saber qué hacer. Porque ¿quién nos creería si nos los dejamos? ¿Quién nos querría si nos los quitamos?
Se cansó de esperar que el café se enfriara y decidió solucionarlo echándole un trago de ron. Nos mintieron. Superalo. -Le había dicho con su impecable nuevo acento porteño- No vamos a ser ni bellos, ni ricos, ni famosos.  En parte tenía razón ella, aunque bonita si era, a pesar de aquel detalle del ojo y además se había largado con un tipo rico. Él, bueno, él era otra historia. Americano le decían ahora a esa cosa recalentada en microondas, que había pasado de ser un tinto hirviendo a un ron demasiado tibio. Vaya si le habían mentido.
A veces el miedo se parece al frío, ese frío inmoral que te cala hasta los huesos, que no te deja dormir porque te pone a temblar, que se instala de a poquitos pero sin tregua ni compasión y se queda allí, sin preguntar ni pedir permiso, sin ganas de irse. El frío cobarde y agazapado que se escabulle por la rendija de la ventana, que aguarda en los rincones. A veces el amor se parece al miedo.
Entre todas las cosas que dijo, que a decir verdad fueron más bien pocas, nunca estuvo su nombre.
Hacerse viejo tenía solo una ventaja, había sobrevivido a todo, especialmente a sí mismo.