Fue el Gato, el primer gato, quien me dijo que no marcaba los libros porque no eran suyos sino de quien los necesitara, que sus libros eran libres y si los prestaba asumía el riesgo de que nunca regresaran. Ese día no entendí su idea del amor, pero me gustaban sus ojos amarillos. El otro Gato, el segundo, nunca supe si leía pero escribía cartas de amor y tenía talento para aparecer por casualidad en lugares insospechados. Lo conocí una noche, cuándo lo pillé mirándome agazapado detrás de las escaleras del restaurante. Una vez me lo encontré en la puerta del museo y luego no supe más de sus ojos verdes. Fue después de eso que Sur y yo comenzamos a traficar libros. Los pedíamos prestados y los escondíamos entre los rincones mugrosos de Chapinero, nos dejábamos pistas con las palomas de Lourdes. Nunca los devolvíamos. Nunca los marcamos.

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