Cerró la puerta y tuvo que recostar la espalda en ella, ya no había aire suficiente, las piernas temblaron y las rodilla no funcionaron más. Se dejó caer, o más bien se fue escurriendo porque ya dudaba de que estuviera hecha de alguna materia medianamente sólida. Supo exactamente cuánto pesaba un corazón roto: doscientos cincuenta gramos y no tenía fuerza para sostenerlos. Probablemente tampoco estaba interesada en recoger los pedazos. Respiró. Esto también pasará.

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