La vi por primera vez en el comedor del hotel, un metro ochenta y cinco de altura y un poco más en la circunferencia de sus caderas. El pelo negro en una moña templadísima y un vestido ajustado con rayas anaranjadas. Era imposible no verla.
Había encallado esa mañana en la isla, se llamaba Elena, era rumana y me sonrió con susojosmuyazules. A partir de ese día, yo caminé junto a sus sombra.
Grenard, que tenía el muy obvio apodo de Baba, de lejos parecía un bebé enorme; con su piel negra y dientes blanquísimos en una perpetua sonrisa, se bajó de la lancha y de un solo movimiento, sin el más mínimo esfuerzo, ni darme tiempo a echarle algún putazo, me sacó cargada y me dejó en la arena. Con una palmada en la espalda, que casi me regresa de jeta al mar dijo “te falta mucha carne en los huesos mama” y soltó una de sus carcajadas.
En ese instante la vio por primera vez. Ella, de un blanco salamandra ya estaba insolada a parches, con el pelo desordenado y las tetas saliéndose a medias de su camiseta por el afán. Venía tarde y corriendo.
Sentí que me clavaban con demasiada insistencia un dedo en el hombro. ¿Laviste, laviste, l a v i s t e? ¡¿Pero SI LA VISTE?! Es, es, es… es lo más inmensamente bello que que he visto, es gigantesca, inconmesurable y hay suficiente espacio para mi en entre esas caderas. Grenard, que había sido el amante grumete de un marinero rico con el que le dio tres vueltas al mundo y ya sumaba cinco hijos y dos mujeres, supo que Elena sería el iceberg con el que probablemente naufragaría.

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